21 de enero de 2012

El sosiego de una nube en el cielo

Aquí dejo algo que escribí ayer mismo al compás de una música relajante que resultó ser un tanto inquietante. No tiene nada que ver con el proyecto de libro en el que estoy trabajando. ¿Es un relato? ¿Una reflexión? ¿Hay alguna moraleja escondida entre líneas? Que cada cual lo interprete como buenamente pueda. Yo no sé responder a estas preguntas, así que no espero que alguien lo entienda, pues a mí se me hace difícil comprender lo que yo mismo he escrito. Puede resultar abstracto y vacilante, creo que así me sentía cuando lo escribí. Tampoco estoy seguro de que me guste, pero quizás a alguien le resulte atractivo. Para gustos, colores ¿no?



El sosiego de una nube en el cielo

Si alguien tiene previsto improvisar que me avise. En serio. Avisadme. No dejéis pasar la oportunidad ¿Que cómo me reconoceréis? Fácil. Alzad la mirada, girad trescientos sesenta grados… ¿No veis a nadie? Bien, concentraros, tranquilos. Lo vuelvo a repetir ¿Hay alguien dispuesto a improvisar? Me refiero a si hay alguien a quién no le guste programar milimétricamente sus planes, es más, preferiría charlar con alguien que no acostumbre a planear nada. Nada. Que lo deje todo en manos del azar, de lo imprevisible, de lo espontáneo. Necesito alguien que me enseñe a vivir. A dar un paso sin antes haber pensado en mover el pie de determinada manera, sobre un adoquín concienzudamente elegido, sorteando el inoportuno charco que me obliga a reaccionar o mancharme los pliegues de ese largo pantalón que compré con la esperanza de dar el esperadísimo estirón. En ocasiones pienso que pensar está de más, que lo único que se consigue es volver sobre tus propios pasos una y otra y otra vez. Entrar en una maraña de pensamientos que alimentan un desaliento impropio de mi juventud. Un cúmulo precipitado, una vorágine angustiosa que desciende desde la cabeza y se posa en mi garganta, donde elabora un nudo inasible y parsimonioso. Y ahí permanece, hecho un ovillo, en mi interior, como si fuera yo mismo resguardándome de la intempestiva realidad. Pensar. Volver a pensar. Pensar en lo pensado. Repensar lo pensado y volver sobre lo repensado con la fútil esperanza de encontrar el sendero de mi salvación, la salida de emergencia de mi desasosegada soledad. Pienso… demasiado. Soy un sufridor innato y empedernido. Es como si no pudiera vivir sin replantearme una, dos, tres, cuatro veces lo que voy a hacer. Soy un tipo introspectivo, de esos que dedican más tiempo al pensamiento de la acción que a la acción propiamente dicha. Es más, a veces el pensar en la acción acaba por evitar que se reproduzca. Por eso vuelvo a repetir ¿Hay alguien ahí? Y aquí parafraseo una de las más trilladas preguntas de la historia de las películas de terror. Lo hago porque yo también soy ese postadolescente asustado y temeroso. Petrificado, pavoroso. Soy ese Bobby, James, Charlie o Tim con el agravante de tener algo en el cerebro, de pensar en lo que ocurre. Ellos avanzan tentativamente hacia el peligro, escuchando los latidos de su corazón en el pecho, golpes de tal intensidad que bien podría estar alertando al causante de sus miedos de su inapropiada presencia en la casa maldita del barrio más pobre de los suburbios de Washington D.C. Yo soy Bobby, James, Charlie o Tim, pero sin su porte de surfero bronceado y rompebragas. Ellos avanzan con pasos lentos. Pero avanzan. Yo no lo haría. Me pararía, pensaría, temblaría, miraría y, por último, correría. Si piensas que tras pasar bajo el umbral de la desvencijada y crujiente puerta de madera te espera un psicópata, hacha en mano, ávido de sangre, no la cruzas. Bobby, James, Charlie o Tim sí lo harían, pese a que eso supusiera acabar ensartado por el hachazo de un hombre barbudo y excitado. Quizás ellos representan clichés, estereotipos de un joven con la cara idónea para aparecer en la cartelera. Sin embargo, ellos tienen eso que yo no logro alcanzar. Ese componente de despreocupación, esa improvisación que tanto anhelo. Algo que los conduce a un final incierto, siendo lo incierto el manantial de lo estimulante. Ellos no son mentes pensantes. Qué va. Ellos son mentes ligeras, libres, como mariposas a las que el viento conmina a tomar una dirección, haciéndoles batir las alas con un esfuerzo ímprobo, titánico, sobrecogedor. Ellos pueden vivir sin pensar en un mañana oscuro. Ellos pueden vivir sin pensar en un pasado ya olvidado. Ellos pueden vivir un presente en el presente, sin divagaciones mentales que hacen de la realidad un paraje tan lejano como el propio hilo de mis pensamientos. Algo tan confuso que prefiero no afrontar. Os repito, a riesgo de ser cansino ¿Hay alguien ahí dispuesto a enseñar a un alumno obcecado y pertinaz en su inmensa incertidumbre? ¿Sí? No me mintáis. Sé que no hay nadie que pueda ayudarme ¿Porqué pido ayuda? ¿Qué más puedo hacer? Decidme, vosotros, los que os congratuláis de veros rodeados de gente. ¿Qué puedo hacer sino pensar? ¿Acaso hay algo más íntimo, más propio, más cercano que tus propios pensamientos? No. Y por eso me acurruco en mi mente cuando el ocaso vence al sol. Por eso delibero en silencio bajo las sábanas en mi habitación, esperando que el despertador anuncie la llegada de un nuevo amanecer repleto de incertidumbres. Pienso, luego existo. No. Pienso, y luego existo. Hay quien existe sin pensar, y no me refiero a seres incorpóreos ataviados con mantas blancas surtidas de dos agujeros a modo de visor; no, hablo de Bobby, James, Charlie o Tim. Despreocupados jovenzuelos que una vez se olvidaron de pensar y, tras esto, empezaron a vivir.

Predicad con el ejemplo y ser buenos conmigo. Haced de mis pensamientos una laguna evaporada. Mostradme el camino hacia el no pensamiento. Liberadme de las cadenas que me impiden actuar. Enseñadme a improvisar mientras vivo. Entregadme la panacea del desasosiego. Engañadme con un simple placebo. Verted sobre la mí la sabiduría del ignorante. Tensad las cuerdas de mis pensamientos. Más, todavía más. Aún no. ¡Quebradlas! Dejadme vivir. Quiero dejar de pensar en mil circunstancias hipotéticas y vivir un millón de situaciones alucinantes. ¿Hay alguien ahí? Contestad, por favor. Demostradme que me equivoco. Que no vive mejor quien menos piensa. Contravenid mi retahíla de etéreas divagaciones. Os lo pido. ¿No me encontráis? Tranquilos, es muy fácil. Alzad la mirada, girad trescientos sesenta grados. ¿No me veis? Claro, ya entiendo. Quién me va a ver si estoy pensando. ¿Acaso alguien puede escuchar un pensamiento? Qué iluso soy, otra vez me estoy perdiendo, ya vuelvo a encontrarme en mitad del laberinto. Qué inútil es pedir ayudar con la voz silenciada. Qué dilatado es el auxilio cuando no hay nadie a tu alrededor. Qué silenciosa es la soledad de un joven sin amigos. Qué cruel es la existencia de quien vive postrado en sus recuerdos y sus vanas esperanzas. Cuánto tiempo pasará hasta encontrar el camino. Cuantas veces me habré equivocado al virar en un sendero empedrado y musgoso. Decidme, vosotros, los que no me escucháis. ¿Es cierto que pensando se vive peor? ¿Es cierto que dar una, dos, tres, cuatro, cinco mil vueltas a una misma idea es perjudicial? Mi impedimento radica en mi incapacidad para discernir cuando hay que contemplar y cuándo actuar. Qué libre sería sin esta mente mía. Qué insensata sería mi vida. Pero qué trepidante. Haría algo más que escribir sentado en esta silla, mi única compañera. Correría por las calles como en mi niñez, volvería a reír a carcajadas con amigos perdidos, vestigios de un tiempo olvidado, los restos de una vida despreocupada. Oh, la niñez. Qué tiempos aquellos, cuando mi máximo anhelo era conseguir el cromo que me faltaba. Basta. No hables más. No pienses más. Pero ¿qué digo? Si el pensar en no pensar ya es pensar, por qué pienso que al pensar en dejar de pensar evitaré mi incapacidad de abandonar los pensamientos. Vuelvo a perderme, divago otra vez. La historia de mi vida, la historia interminable. Un pensamiento y otro, y otro y otro.

Suena el despertador, el amanecer ha llegado. Otra noche sin dormir. Otro amanecer pernoctado. Mientras pienso, fuera, en el mundo, la vida fluye, la gente habla y se conoce, vive, disfruta, sufre, pero actúa; yo sigo aquí, ahora mirando a la ventana. Pensando en lo bien que viviría tendido en la nube que mece la brisa del alba, observándolo todo desde mi lecho de algodón vaporoso, sin más pensamiento que el de cómo bajar de ahí. Ese sería el mejor regalo, la situación límite que me obligaría a actuar. Si una nube es mi salvación quizás no merezca ser salvado. No pido la luna, pero quiero estar a su lado. Lejos, muy lejos. A merced del viento, al lado de las estrellas.

Un momento.

Quiero eso, quiero ser una nube, que algo me mueva sin pensar. Ver mundo sin planear la ruta. Saltar de un país a otro. Ya sé. ¿Hay alguien ahí? ¿Me veis? ¿No? Tranquilos, alzad la mirada, alzadla aún más. ¿Veis esa nube?
— Sí ¿la que tiene forma de hombre?
Al fin alguien contesta, qué alivio, cuánto pesar. Aquí tengo la constatación de mi desasosiego vital.
— Sí, ese soy yo. Una vez fui hombre, pero me equivoqué al pensar. He terminado en el cielo sin apenas caminar.